Retratar la tierra: Revolución y muerte en Ornans
Darío Cadenas
«Fui a ver la pintura de Courbet, antes de la sesión y quedé impresionado por el vigor y la agudeza de su inmenso cuadro. ¡Pero qué cuadro! ¡Qué tema! La vulgaridad de las formas no sería nada; es la vulgaridad y la inutilidad del pensamiento que son insufribles [...] ¡Oh, Rossini! ¡Oh, Mozart! ¡Oh, los genios inspirados en todas las artes, que extraen de las cosas solo aquello que se debe mostrar al espíritu! ¿Qué diríais delante de estos cuadros?»
Eugene Delacroix
Durante siglos se ha combatido desde las élites la disidencia en el mundo de las artes mediante la censura, el silencio, el destierro. Tachar de arte degenerado una determinada obra ha sido la práctica habitual de un establishment político cuyos tentáculos llegan hasta ahorcar al artista y quemar su obra. Nunca seremos del todo conscientes de la destrucción artística que ha supuesto la imposición ideológica y cultural, hecho sistemático que se produce desde el nacimiento mismo de la civilización. En algunos casos perviven en la memoria ancestral de los pueblos pequeños vestigios, piedras de toque que intuyen, como un velo rasgado, una existencia cultural anterior. En el caso concreto de Granada me gusta imaginar este fenómeno con la metáfora del hollín en las narices y bocas. Un hollín de libros quemados, de cultura arrasada, del humo milenario de la plaza Bib-Rambla. Una marca en los rostros que cada mañana lavamos con agua tibia, frotando con fuerza, pero que subsiste debajo de las pieles. Esta es la historia de otro humo, el de las fábricas y los trabajadores del XIX. Un golpe de piedra y yunque que alcanzó la eternidad en el arte por medio del realismo, y en gran medida por el pincel mágico de Gustave Courbet.
En 1848, Europa estaba sumergida en una profunda crisis económica y política. En la Francia posrevolucionaria, Luis Napoléon Bonaparte, llamado "el príncipe presidente", dirige una Francia cuyos estamentos tradicionales han mutado en torno a una división triangular invertida. En los vértices superiores la alta y baja burguesía, herederas de la aristocracia y nuevos propietarios, en el vértice inferior una nueva clase social: El proletariado. Mientras el heredero Napoléon prepara el golpe de Estado que le llevará a ostentar el cargo de forma vitalicia como Napoleón III, se suprime el derecho a reunión y gran parte de los derechos conseguidos en el génesis de la II República Francesa. En 1848, en las llamadas "jornadas de junio", surge el que se considera un preámbulo de la comuna de París, una serie de movimientos obreros con figuras como el teórico anarquista Proudhon a la cabeza. El pueblo francés se echa a las calles de París y vuelve a intentar tomar el Palacio de las Tullerías. El objetivo: Una dirección obrera para el nuevo Ministerio de Trabajo. Las protestas son duramente reprimidas, ríos de sangre corren y un nuevo giro autoritario subyuga las esperanzas del pueblo francés.
Entre los supervivientes, la mirada desafiante, la mirada llena de rabia del genio que viene de una pequeña aldea con las manos manchadas de tierra. Las élites francesas ya lo tenían en el punto de mira, incluyéndolo en la lista negra como «revolucionario peligroso». Gustave Courbet es testigo para la historia, porque de su experiencia y su pensamiento iba a surgir el cuerpo artístico de la nueva clase obrera. Es el artista el que, encerrado en su estudio, va a acabar por matar a pinceladas el romanticismo y el neoclasicismo imperante. Su estudio se convirtió en el punto de reunión de toda la disidencia artística y literaria de la Francia que se levantaba contra la burguesía y el academicismo. Grandes personalidades de la contracultura como Baudelaire, Daumier, Corot o el propio Proudhon lo frecuentaban, siendo el estudio del pintor epicentro de la conspiración y los bajos fondos.
Honoré Daumier, La República. 1848, Musée d'Orsay. 1865
Gustave Courbet, Proudhon y sus hijas. 1865, Museo del Petit-Palais. París
En efecto, Gustave Courbet (Ornans, Francia, 10 de junio de 1819-La Tour-de-Peilz, Suiza, 31 de diciembre de 1877) iba a erigirse en la década de 1850 como el enfant terrible de la pintura y fundador de un nuevo género: El realismo. Pero para ello iba a necesitar primero una gran obra, una pintura monumental que sirviera de manifiesto del movimiento que iba a iniciar. Lo que buscaba era encontrar el reflejo de las revoluciones de 1848 en las artes, como reacción subversiva contra el romanticismo y las élites que las habían reprimido.
El Salón de París de 1850 iba a ser la oportunidad en bandeja de plata que el pintor necesitaba. Allí, sobre los exabruptos y los insultos de los miembros de la Academia Francesa, presentó su manifiesto pictórico. El entierro de Ornans, una obra de gran formato (315x668 cm), algo reservado solamente para las grandes pinturas históricas, se mostraba al mundo. El propio título con que presentó la obra ya era en sí una provocación: Cuadro de Figuras Humanas, Documento Histórico de un Entierro en Ornans. La pintura retrata el entierro de su abuelo materno, así como a un conjunto de personas de Ornans, la pequeña villa agrícola en la que había nacido Courbet. Se trataba de personas comunes, mujeres y hombres del campo. Sin embargo, los había retratado como gigantes. Siguiendo la estructura y las proporciones de la coronación de Napoleón Bonaparte, de Jacques Louis David, había osado retratar a las personas más vulgares para el París del XIX. Una provocación en toda regla, un puñetazo en la cara de la Academia.
Inspirado por la escuela de los grandes retratos de oficiales holandeses, Courbet había dotado de una solemnidad y respeto, destinado hasta ese momento solamente a la realeza, a la clase más baja de la Francia del XIX. Cada una de las figuras del cuadro es un retrato fidedigno de un habitante de Ornans. Son personas reales, con una elegancia magna, en un ambiente lúgubre marcado por el claroscuro que funde y confunde a las figuras con las montañas, el aire y la tierra.
Para que se entienda la importancia de este retrato en grupo, es necesario compararlo con otros grandes (y Reales) retratos académicos e historicistas coetáneos o anteriores a su tiempo. Es dos metros más grande que la Ronda de Noche de Rembrandt, tres metros más que la Familia de Carlos IV de Goya, otros tantos más grande que la Rendición de Breda de Velázquez. Todos ellos grandes y elegantes retratos de la élite y la historia. Un grupo muy especial en el que ahora se entromete una pintura colosal de gentes del campo. Al ser la pintura de un entierro, encuentro similitudes temáticas y temporales con Doña Juana la Loca, la gran obra de Francisco Pradilla que podemos encontrar en el Museo del Prado. Ahora las viudas, la costumbre, el cura, el jornalero e incluso el perro estaban a la altura de la solemnidad de la reina de Castilla.
Doña Juana la Loca, Francisco Pradilla. 1877, Museo del Prado.
Hablamos entonces de una vulgar escena de género que se había metido en las narices del Salón de París, de un tamaño descomunal y con un tratamiento revolucionario. Courbet removía los cimientos de la Academia mediante la equiparación jerárquica de las gentes.
Las reacciones fueron de escándalo, Daumier en una caricatura dijo «¿Cómo es posible pintar gente tan horrible?», la crítica definió la obra como «caricaturas despreciables inspirando la repugnancia y provocando la risa», Delécluze dijo al respecto «El realismo es un sistema de pintura salvaje donde el arte es envilecido y degradado», otros dijeron «¡Oh, qué gente más fea! ¡Cuando se hacen así como serán... al menos tendrían que tener el derecho de no ser pintados!»; «El Watteau feo; Parece que su pincel se deleita en la imitación sistemática de la naturaleza trivial y horrible, que sus preferencias se dirigen a estas deformidades grotescas en toda su fealdad».
La más visionaria de las críticas, sin embargo, la realizó el mismísimo Delacroix cuando afirmó «Esto ya no es una fiesta para los ojos, sino que es el entierro del romanticismo».
A pesar de las críticas, no había duda de estar ante una obra maestra que iba a suponer el nacimiento de todo un género. El Entierro de Ornans es también la metáfora de la muerte y la persistencia del ideario republicano. El abuelo de Courbet, cuyo entierro retrata, era un republicano convencido, y dos de las figuras asistentes, al igual que el propio Courbet, son reconocidos jacobinos. El pintor además se autorretrata como testigo del entierro en el margen izquierdo de la obra. Tal y como el artista explicó, el conjunto de la población de Ornans posó para la obra, que incluye desde el alcalde, los hidalgos y las plañideras a los niños, las hermanas del pintor y un perro perdiguero que se iba a convertir en un elemento habitual en la iconografía de Courbet. Todo un tratado ideológico, científico, naturalista, anticlásico, antirromántico, antiacadémico, progresista y social.
En cuanto a la composición, es una composición abierta en la que las figuras se muestran al modo de un friso cuyos personajes imitan en su disposición las montañas del paisaje de fondo, auténtico paisaje rural de Ornans. Esta imitación de la montaña con los cuerpos no es una casualidad, el conjunto de individuos en su conjunción cromática también los mezcla con la naturaleza, el propio sarcófago emerge del flanco izquierdo flotando como un fruto más de la tierra. La luz y la naturaleza en sí no se utiliza para dotar de un dramatismo barroco a la escena, sino que es un elemento que aporta corporeidad y volumen. La muerte y la gente se agolpan en torno a un sentido metafísico de la naturaleza, la vanitas del campo que nos dice que todos somos iguales ante la muerte, sí, pero además somos aire, piedra y tierra, elementos de la naturaleza a la que inexorablemente regresamos una y otra vez.
Los temas de la muerte y la religión de las clases bajas, costumbrismo elevado a la categoría de retrato olímpico, son la otra base que inspira la obra. La gran urbe parisina, la bohème y la élite habían olvidado la tradición de la gente del campo que subsistía al paso del tiempo. El rito funerario en el ámbito rural era, y sigue siendo, un acontecimiento social que aúna al conjunto de la sociedad. La espiritualidad y la idiosincrasia propia de los pueblos es latente en la celebración y en la muerte. Courbet incluye, además, un significado oculto tras el rito. La calavera a los pies del agujero, los huesos en cruz y las lágrimas negras pintadas a los pies de la tela mortuoria que cubre el ataúd son una alusión directa a la francmasonería a la que Courbet pertenecía y a la que pudo haber pertenecido su abuelo, con el significado de renacimiento a una nueva vida.
Atendiendo a la estructura geométrica de la obra, la línea de la montaña y la línea de la tierra funcionan como la dicotomía clásica y cristiana cielo-tierra, vida-muerte, lo finito-lo absoluto. La línea del cielo y las montañas, determinada por la propia cruz, aporta el sentido básico de espiritualidad infinita, del ciclo de la resurrección de la carne y la vida eterna; mientras que la línea del suelo, donde se encuentra la fosa, determina el mundo terrenal y el fin del hecho físico de la vida con la muerte.
Las líneas diagonales que parten del féretro y del crucifijo cumplen la misma función de significado cristiano, vinculada con la dualidad del cuerpo y del espíritu; mientras que la línea horizontal de la cruz tiene una lectura más simbólica si cabe, es un viaje del cielo a la tierra, la presencia de Dios en todo lo existente, a partir de los sacramentos y el corazón del hombre. La cruz equivale a Cristo, pasa por su portador que ha recibido el sacramento del matrimonio, corta el recipiente de agua bendita relacionado con el bautismo, y parte por el corazón del niño, objeto del sacramento de la comunión. Courbet retrata así el viaje de la vida a la muerte a través de los sacramentos y la iconografía cristiana anclada en lo más profundo de las clases bajas. Como elemento también dual coloca estratégicamente la cruz cristiana en consonancia a la cruz de significado hermético-francmasón del féretro.
La conmoción que la pintura había suscitado fue tal que Courbet y su círculo fueron expulsados de París los años siguientes. En 1955, a propósito de la Exposición Universal que iba a tener lugar en París, volvió para intentar exponer su obra. La negación absoluta por parte de la Academia Francesa le llevó a construir su propio pabellón frente a la Exposición, titulado "Pabellón del Realismo", en el que expuso el Entierro de Ornans junto a otras grandes obras que también equivalen a completos tratados de escuela como por ejemplo la pintura El Taller del Artista. La conmoción y la influencia del nuevo realismo iba a tener ahora una repercusión internacional, cobrando especial importancia en círculos como el ruso, donde el arte del realismo iba a acompañar los años previos y posteriores a la Revolución de Octubre con obras maestras como Los sirgadores del volga. En Francia grandes artistas como François Millet continuaron el sendero iniciado por Courbet.
Los Sirgadores del volga, Iliá Repin, 1870-1873. Museo Estatal Ruso, San Petersburgo
El Ángelus, Jean-François Millet. 1857, Musée d'Orsay
Sin embargo, la invención de la fotografía, unida al desarrollo de las teorías de la forma y el color de las nuevas vanguardias, iban a acabar por dejar al realismo como un fenómeno concreto y efímero. O, al menos, esa es la teoría. Lo cierto es que el legado del realismo es el mejor vestigio del génesis del siglo XX. La memoria de la tierra y de los pueblos que iban a convertirse en eternas de la mano de Emile Zola, Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán.
Para ser justos, tampoco es del todo cierto que la fotografía acabase por asesinar el realismo. Alguno de los mayores genios de la fotografía del siglo XX, como el checo Josef Koudelka, continuaron la línea creativa iniciada por Courbet a mediados del XIX. Y nadie puede negar que el cine de Ken Loach es la aplicación cinematográfica de la disidencia estética del realismo.
Fotografía de la serie Gypsies, de Josef Koudelka (1960-70)
Courbet,
contra el mundo, continuó pintando, dejando uno de los legados más
espectaculares y polémicos de la historia del arte. El
desesperado o
El
origen del mundo
son dos ejemplos paradigmáticos de una obra que cambió el sentido
del arte para siempre. Los habitantes de Ornans, como reflejo de la
clase obrera de su tiempo, ya son eternos porque un pintor construyó
el más pagano de los templos para ellos.
BIBLIOGRAFÍA
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Séraullaz, Maurice (1989). Biographie de Delacroix. Éditions Fayard. ISBN 2-8035-02263-1
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Rivera, María Inés (1965). El Juicio del Siglo XX: Coubert. Buenos Aires, Editorial Códex.
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